jueves, 24 de febrero de 2011

“Dios debe pensar que soy un tío cojonudo”.





“Dios debe pensar que soy un tío cojonudo”. Tranquilos, tranquilos, no se asusten. Esa frase la ha dicho el entrenador del Madrid, José Mourinho, en una entrevista. Supongo que ya lo habrán oído, porque es con lo que se han quedado los periódicos. Más allá de cómo les caiga este señor, o si les gusta el fútbol, ya supone un titular que un personaje público hable de Dios con esa naturalidad.
Lo que no destaca nadie es por qué piensa Mourinho así, porque lo explica justo después. Dice: “Tiene que pensar que soy un tío cojonudo, lo tiene que pensar, sino no me daría tanto. Tengo una familia increíble, trabajo donde siempre he soñado trabajar. Me ha ayudado tanto que tiene que pensar muy bien de mí.”
Aquí es donde a los periodistas, como a todo el mundo hoy en día, se nos escapa lo importante de la cuestión. Y es que Dios no es algo abstracto, sino que tiene que ver con toda la vida. Nos empeñamos en aparcar a Dios en las iglesias y convertirlo en una superstición para mujeres piadosas. Poner en la misma frase a Dios y a la familia, a Dios y al trabajo, a Dios y las circunstancias personales, hoy resulta extraño. Y, sin embargo, es la única manera de no caer en la trampa de la ideología dominante o un escepticismo estéril. Lejos de una chulería, reconocer que Dios nos lo ha dado todo es una posición ante la vida.
Éste es el mensaje y la raíz cristiana de nuestra cultura: un Dios que se hace compañero, amigo, partener, acompañante nuestro. No un concepto ambiguo o, como mucho, un juez implacable que ve todo lo que hago con desconfianza, enemigo del hombre. Dios es alguien a quien acudir, delante del cual llorar, y a quien agradecer las cosas buenas de la vida. Este es el gozo de la fe: contar con un Dios para el que todos, todos, somos cojonudos.
Pablo Martín

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